Ni en su peor pesadilla
Esperanza era una mujer de 35 años, hacia honor a su nombre porque era una persona que vivía sin perder las esperanzas de un mañana mejor. Tenía una vida plena, era feliz con su trabajo, marido, amigos y entorno. Era luchadora, pero no tanto como su gran modelo de mujer: “su madre”.
Lidia, a cuyo nombre también le hacía honor por como lidiaba la vida. Era una mujer de 55 años, su historia personal había sido muy dura, pero a pesar de ello era una mujer solidaria, positiva y terriblemente fuerte.
Una mujer inteligente, abierta, culta y llena de ganas de vivir. Acumulaba y atesoraba un sinfín de experiencias. Siempre estaba repleta de anécdotas, consejos, momentos intensos que describir, viajes que contar y vivencias de todo tipo que compartir.
Buena amiga, compañera de trabajo, vecina, hermana y tía. Jamás se negaba a ayudar a nadie y vivía dispuesta para quienes la necesitaran.
Una mujer muy rica interiormente. Con mucha filosofía y sabiduría, sin dudas había sabido capitalizar su paso por esta vida.
Esperanza quería mucho a su madre, la respetaba. No solo por su vínculo madre e hija, sino por la relación que habían entablado: La de dos mujeres adultas y modernas (que sin perder de vista la figura y el respeto de madre e hija), podían hablar sin tapujos de sus sentimientos, temores, decisiones.
Una mañana de octubre, Esperanza acompaña a su madre a un examen de rutina y esa mañana sin premonición que valga, ni intuición alguna, sin planificar nada y teniendo la vida “acomodada” y sus miedos alejados por la previsión. El médico le dice que su madre tiene cáncer. Así como lo escuchan, sin anestesia: ¡CANCER!.
Desde ese momento comienza la peor pesadilla vivida por Esperanza y su madre.
De la noche a la mañana médicos, hospitales, estudios, operaciones, quimioterapia. Solo quien ha vivido algo similar sabe lo que se sufre al ver a tu ser querido pasar por este calvario.
Tu dolor es tan grande que se hace físico.
Esperanza había sacado fuerzas de donde no las tenía para estar al lado de su madre cuando más la necesitaba, pero cuando su madre mejoraba se enfermaba ella, exteriorizando su dolor a través de enfermedades psicosomáticas o estados de hipocondría incontrolables.
Pasó por el llanto, el enojo y la ira hasta que llegó la aceptación de la mano de su madre.
Esperanza hablaba mucho con Lidia, no se dejaba nada en el tintero por decir o hacer y gracias a esas conversaciones comprendió que parte del proceso de la vida estaba conformado por la muerte y a pesar de estar latente en su madre la sensación de pérdida, Lidia deseaba vivir a lo ancho y no a lo largo y la debía respetar.
Una tarde de otoño Lidia le dijo a su hija Esperanza que debía ser fuerte y que cuando ella faltara no la llorara. Que ella había vivido de pié y no quería morir arrodillada, que tenía derecho a morir cuando lo deseara y llegado ese momento pedía que la respetaran en su decisión y no la consideraran cobarde por ello. Ella no quería ser una carga para nadie, no quería hacer sufrir a los que amaba más de la cuenta.
Su madre buscaba la plenitud cada momento que la vida se los permitía y sacaba fuerzas para cuando la enfermedad le trajera dolor e impotencia.
Lidia cada día que pasaba se convertía en un ejemplo inalcanzable de lucha, templanza. Llevaba de forma independiente su enfermedad, vivía con dignidad, alegría y con más fortaleza que nunca.
Disfrutaba, gozaba cada despertar. Había días que se permitía llorar, pero por amor a sus seres queridos volvía a remontar, a salir adelante, a ponerse guapa y salía a ponerle la mejor cara a la vida.
Lidia le regalaba a su entorno y a su hija la mejor lección de vida.
A mi madre a quien quiero y admiro.
Florencia Moragas